En noches como estas así de frías y ventosas, así de oscuras y silenciosas, nos internábamos en aquel lugar y armábamos círculos de fuego que formaba una estrella de cinco puntas. Luego corríamos a un páramo cercano y nos aglutinábamos por el frío y por el miedo, que aunque ninguno nombraba se nos notaba en ese temblor de chisteo que se producía entre nosotros por querer escuchar algo más que el chisporroteo del fuego que iluminaba tétrico parte de las tumbas sencillas del cementerio campestre y antiguo.
Nos dábamos amparo pasándonos una bota de cuero de carnero que contenía vino. Al principio entre el frío y la exaltación que producía la incertidumbre que habíamos creado con nuestro miedo, nos hacía mirar a todos nuestros costados. Aunque en el fondo de nuestra morbosidad queríamos ver a algún difunto emergiendo. Hablábamos en voz muy baja y pensábamos que alguien nos podía descubrir, si justo pasaba cerca del cementerio. Pero los únicos que estábamos allí éramos nosotros. Aclaraba y dábamos por hecho que el posible embrujo no se había realizado gracias a nuestra intervención, dejábamos de castañetear los dientes y cada uno del grupo se iba a su casa.
La última vez que lo hicimos, poco a poco el brebaje iba adormeciéndonos y soltábamos alguna que otra carcajada haciendo ecos y nos parecía súper gracioso. Entonces ya sentados en el suelo mojados por la escarcha, decidimos organizarnos para de a uno emitir carcajadas, risotadas para ve quién lo hacía más fuerte de tono y más largo.
El fuego apenas iluminaba, todo era penumbras tenues y nosotros estábamos concentrados en nuestras tareas, pero un olor fuerte y repentino nos hizo callar al unísono y miramos a nuestras espaldas. Una multitud de cuerpos con sus huecos negros en lugar de sus ojos avanzaban hacia nosotros…
